¿Quien dice que la suerte no existe?
Era un número más en el bufete de abogados. Gris, podríamos decir. Quizás hasta mediocre. No destacaba por nada. Uno de tantos. Es verdad que había estudiado derecho y se había licenciado, y que también le habían contratado en esa prestigiosa firma después de un período de prácticas. Con él, a unos cuantos más de su promoción. Todos, con largas jornadas laborales y un sueldo mileurista. La mayor parte de ellos, recomendados. Él, sin padrino conocido.
Esto, que en principio era un hándicap, fue el determinante para su golpe de suerte. Cuando llegó el momento de elegir un puesto directivo en la empresa, había tanto partidismo y tanta división entre los socios principales que por miedo a elegir a alguien protegido de otro bando, eligieron al que nadie quería. Resultó elegido por mayoría.
¿No existe la suerte?
Una película de la 2. No sé su título. Sucedía en Australia. Parecía una simple historia de amor entre dos personas de distintas culturas. Ella, una ruda australiana; él, un exquisito japonés. No parecían destinados a entenderse. Se enamoraron, sin embargo, tras unos cuantos enredos. Disfrutaban de ese momento de encuentro cuando ella, jugando, le encamina a una poza que conocía en medio del desierto.
Ella entra por una orilla en el agua y riendo, le reta a que la siga. El, se presta a hacerlo. De repente, en un momento preciso cambia su trayectoria y se dirige maliciosamente juguetón a una roca. No era muy alta. La mira y se tira de cabeza. Es un día soleado.
Tarda en aparecer en la superficie. Ella, riendo, protesta. El espectador supone que esté enredando entre sus piernas; que sea un buen buceador; que se haya alejado sin ser visto. El agua es transparente. No se le ve. Ella se impacienta. Nos impacientamos todos.
Ella se acerca a la roca desde la que se tiró. Entonces aparece. Todos nos sentimos aliviados. No se mueve. Lo agita, nerviosa. Le riñe por haberla asustado. Sigue sin moverse.
Ella empieza a comprender que algo le pasó. Los demás también. Tiene el cuello roto. Ella, se desespera, incrédula. Los demás estamos en estado de shock. La secuencia se repite una y otra vez en nuestra mente como si a fuerza de pensar pudiéramos darle otra vez ese segundo en el que se desvía de su camino.
Ese instante fatídico. El sol sigue brillando. Se refleja en el agua de la poza. Todo está tranquilo. El cuerpo joven, inerte.
¿Y la mala suerte?
Existe la suerte desde que naces. Puedes nacer en familias que son cariñosas, que tienen posibilidades económicas, que viven en un mundo desarrollado. Existe la suerte de nacer con una genética privilegiada. Incluso de tener una lengua materna que en sí misma supone un modo de ganarse la vida.
Existe la suerte en las decisiones que tomamos, en los caminos que emprendemos, en las personas con las que nos involucramos.
Existe la suerte de perder el tren que descarrila, de encontrar una oportunidad en medio de la nada. Y también la de tomar la decisión fatídica, la de que te anulen un examen de la oposición que llevas tiempo preparando porque alguien te tira accidentalmente un café.
Damos por supuesto todo lo bueno que nos sucede y nos quejamos por injusto de lo malo. ¿Por qué tendrías que ser tú un favorecido de la fortuna? ¿Porque te lo mereces? ¿Porque te esfuerzas y trabajas duro? No seas soberbio, claro que esto ayuda, pero no es todo. Cada uno juega sus cartas, pero la vida juega también las suyas.
No pretendo que seas derrotista, pero sí que agradezcas todo aquello que te ha sido regalado, porque podía ser que no. Y sean cual sean tus circunstancias que te maravilles de aquellas que te son favorables.
Y como no sabemos lo que nos espera y a dónde nos llevan nuestros caminos, seamos optimistas, sigamos trabajando y pensemos en que la suerte nos acompañe.
Este artículo me ha hecho valorar la inmensa suerte que tengo y he tenido. Me recuerda a una frase de Tagore: si a la noche lloras por no poder ver el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas. Gracias por recórdarmelo. Seguro que a muchas personas les ha llevado a pensar lo mismo que yo.