Eres tan buena que no tienes fallos. El único fallo es ese, el que no tienes. Tu vida familiar, maravillosa. Un marido que te adora, dos hijos ya mayores . Eres una profesional intachable. La primera en entrar, la última en salir.
No es que tengas una carrera muy brillante, pero sí todo en punto. Nunca nada retrasado. Todo en orden, todo limpio, todo en su fecha.
No sabes lo que es llegar tarde por dormirse. Tampoco tienes el pelo desordenado o con necesidad de ir a la peluquería. Cuidas tu imagen con tanto esmero que siempre estás impecable, pareciera que no sudaras ni siquiera cuando vas al gimnasio.
Eres serena en los momentos clave. Mientras todas gritamos, tú estás aún más calmada que nunca. Ni siquiera te desesperas cuando te crecen los asuntos en el despacho.
Buscas tareas. que hacer .Te haces la imprescindible asumiendo tareas que no te corresponden y que nadie te valora porque te ofreces antes de que te lo pidan. Debe ser que así te sientes útil o quizás no sepas que se puede ser de otra forma.
Todo lo que se ve de ti es perfecto, pero tu interior bulle. Te exiges tanto a si misma, tienes tanto miedo a fallar que tu cuerpo batalla entre lo que eres y lo que quieres parecer..
Escondes tu inseguridad bajo esa rigidez, no vaya a ser que alguien se de cuenta y te lo reproche. Cuando estás nerviosa, sueltas un rollo sobre como son las cosas y las vivencias que tienen los demás como si oyéndote, tranquilizaras tus nervios.
La procesión te va por dentro. Tienes malas digestiones, frecuentes dolores de cabeza y permanentemente, insomnio. En vez de cansarte el alma, te duele el cuerpo. Pero no te enteras de la sobrecarga que llevas. Te quedas en los puros síntomas.
El médico, un poco harto, no sabe cómo hacerte ver que estás somatizando, que no es el estómago lo que tienes mal.
Pero tu no quieres oirlo.
No quieres ver tampoco la condescendencia de tu marido reculando en tantas ocasiones para darte la ocasión de hacerte la imprescindible.
Ni a los hijos cuyo temperamento adolescente no encuentra espacio en la perfección. Uno de ellos, más sumiso, se ajusta al perfil familiar; el otro, sin embargo se rebela ante la frialdad emocional de la familia con un comportamiento errático.
Todavía no sé si eres cautiva de tu propia virtud o que tienes tanto miedo a que no te quieran que tienes que retarse continuamente.
Seguro que fuiste la niña lista de tu familia, admirada y jaleada por todos. Hasta el punto de que te creíste que éste era tu rol y lo desempeñas de continuo, como si no existieran los tiempos muertos o el “dejadme en paz”.
Potenciaron en ti la niña buena que fuiste, tan complaciente, tan calladita, tan madura para tu edad… Tanto que, interiorizaste los mensajes paternos y luego , es tu vocecita interior la que te azuza.
A los demás nos produces admiración y también un poco de hastío. Eres buena chica, dice todo el mundo, y tan completa…que hasta cierto punto irrita. Nos hace justificarnos por tantos defectos como tenemos
Puede que la descripción de este perfeccionismo esté llevado al extremo. O quizás no. Hay muchos personajes en las películas o en la vida diaria semejantes. Personas que construyen mundos ideales y que se aferran a ellos por encima de todo. Porque su vida tiene que ser perfecta y de otra forma no les vale.
Pero ¿Qué hay de perfecto en la vida? Si todos tenemos dos facetas, la cara y la sombra. Lo aceptable socialmente y lo reprimido. Todos tenemos demonios interiores que nos avergüenzan y nos asustan.
Porque esto forma parte de la complejidad y riqueza del ser humano. Pertenecen a nuestro mundo privado e intimo y ahí quedan. Es nuestro inconsciente .Salen en la expresión artística y en los sueños, pero no se mezclan con nuestra vida real.
No se cuelan en la vida consciente. Saben cual es su sitio. Por eso no hay necesidad de construir un muro emocional. No hay por qué tener a raya los sentimientos. Se van manejando solos. No se desparraman. No nos devoran.
De la imperfección sale nuestro entronque con los demás y eso constituye nuestro punto de encuentro. Sintonizamos por la vulnerabilidad, porque necesitamos. Y porque apeados de nuestras diferencias sociales o económicas, somos iguales, seres imperfectos con necesidad de ser queridos y miedo a no serlo.